miércoles, 17 de mayo de 2006

Los tres entierros de Melquiades Estrada

Los tres entierros de Melquiades Estrada (2005), el debut tras las cámaras de Tommy Lee Jones, es una buena historia cuyo tema central, como el de muchas buenas historias, es la epopeya del ser humano embarcado en un viaje vital hacia la comprensión de sí mismo en compañía de sus luces y sus sombras. En esta ocasión, el viaje toma forma de road-movie con disfraz de western fronterizo, donde el simbólico desierto regresa como tantas veces a lo largo de los siglos para ejercer de marco de fondo en este relato de peregrinación y penitencia, incluyendo eremitas, serpientes y demás encuentros con sabor mágico. La alegoría y la fábula moral están servidas con exquisito gusto por intermedio de la pluma del guionista Guillermo Arriaga y un Lee Jones muy prometedor como director que además borda su papel en el escenario.

Como en un puzzle, el suceso de la muerte del trabajador inmigrante mexicano Melquiades Estrada (Julio César Cedillo) se reconstruye progresivamente a la par que se nos muestran los antecedentes y las consecuencias en un pueblo perdido en el desierto de Texas. Los dos personajes directamente afectados son Pete Perkins (Tommy Lee Jones), capataz que dio trabajo a Melquiades y se hizo su mejor amigo, y Mike Norton (Barry Pepper), el guardia fronterizo que lo mató por error. Ambos compartirán el protagonismo durante el viaje, uno como secuestrador y guía, el otro como prisionero e involuntario penitente.

En la primera parte hay un juego constante que nos niega acomodarnos en el reconocimiento de uno u otro personaje como protagonista del film. Si Lou Ann Norton, esposa del guardia fronterizo, ofrece la visión de una mujer oprimida en una relación de autoridad de previsible futuro trágico, no es respecto a la historia principal sino víctima de la suerte de su marido. Sin embargo, a diferencia de Rachel, la camarera –que optó por una vida fragmentada en afectos vividos a medias como vía de escape de su infelicidad en el matrimonio–, Lou Ann sabrá prever lo que le espera (no sólo a través de la resignada Rachel, sino también en la figura de su anónima vecina, desasosegante reflejo de un futuro posible de soledad y hastío) y decidirá en consecuencia, marchándose para rehacer su vida por su cuenta. Desaparece de la historia, como también lo hace el sheriff y, más adelante, una Rachel que no se atreve a tomar un papel activo a estas alturas de su vida gris y ajada.

El protagonismo recae por fin en el que inicialmente es el personaje más vacío, frío y lejano de todo el elenco: Mike Norton. Totalmente dominado por sus instintos animales, se verá obligado a recorrer un camino de sufrimientos que le confrontará con las víctimas de su brutalidad y ante todo con su propia naturaleza. Aunque está claro que se trata de un caso extremo, simboliza al hombre, a todos los seres humanos cuya vida se desarrolla en ese nivel superficial donde son arrastrados por los vientos de sus pasiones y a la postre devorados por la cadena de acciones y reacciones de la que son esclavos. Al principio, Norton es incapaz de sentir empatía o compasión; su sensibilidad está embotada. Se comporta de forma totalmente egoísta e irresponsable, y como tal ser insensible es tratado por su guía-secuestrador, que le obliga a desenterrar a Melquiades, a llevar sus ropas (despojándose de su uniforme y con él de su anterior condición) y a seguirle en un viaje surrealista hacia el idílico pueblo de origen del mexicano.

Si en un principio resultaba imposible que el espectador se identificara con Norton, en esta historia se produce el milagro: no sólo va a ir humanizándose paulatinamente, sino que al final asistiremos a su redención, coincidiendo su regeneración definitiva con el despertar de nuestra compasión. Su transformación resulta creíble –y por tanto capaz de conmovernos– gracias, fundamentalmente, a varios encuentros que van rompiendo la dura concha con que Mike Norton ha recubierto su alma: el viejo ciego que, cual eremita del desierto, comparte con los viajeros lo poco que tiene; la mujer anteriormente golpeada por el guardia fronterizo que ahora le cura de su picadura de víbora; los vaqueros que comparten con ellos su comida y bebida con la espontaneidad de las personas de corazón sencillo. Particularmente significativo me pareció el momento en que Norton, tras ser curado por la mexicana, se sienta a pelar mazorcas de maíz junto a ella y otras mujeres; es en ese punto cuando el orgullo cede ante la humildad y el trabajo con las manos le devuelve el contacto con la realidad concreta de la vida y con su propia naturaleza humana. A partir de entonces, Mike Norton vuelve a ser una persona capaz de conmoverse, arrepentirse, llorar, y por tanto perdonarse y vivir. Hasta entonces no era más que un muerto llevando a otro muerto arrastras; una vez enterrado Melquiades y llorado su cadáver, Norton se ha convertido en un hombre nuevo.

Aunque he dejado fuera de este análisis al personaje interpretado por Tommy Lee Jones, hay que señalar que no sólo ejerce de secuestrador y al mismo tiempo –obviamente sin saberlo– de guía espiritual, sino que también él evoluciona en contacto con su rehén. De hecho, poco a poco se produce un acercamiento entre ambos que culminará con una especie de amistad o, al menos, un reconocimiento mutuo que salda todas las deudas. Como dato curioso, Pete Perkins y Mike Norton llegan a aparecer como la pareja literaria por excelencia: don Quijote y Sancho Panza, el uno queriendo ver en su locura pueblos donde no los hay, el otro contestando con el sentido común.

Los tres entierros de Melquiades Estrada es una obra rica en niveles de lectura y compleja sin llegar a requerir un esfuerzo intelectual por parte del espectador. Es alegoría de la renovación del ser humano, bello canto a la amistad y alegato en favor de los inmigrantes, sujetos a penurias y maltratos para ganarse el pan. Es también el prometedor debut de un Tommy Lee Jones rebosante de talento en su nueva faceta como director. Por todo ello, se trata de una opción más que acertada para pasar un buen rato ante la pantalla.

miércoles, 10 de mayo de 2006

Obaba

Era la primera vez que visitaba el cineclub Cerbuna. Las situaciones nuevas, al romper la rutina a la que nuestra perezosa mente se acostumbra, estimulan la atención. Quizá por eso, cuando se apagaron las luces y comenzó la película, mis sentidos estaban más abiertos de lo habitual. El arte siempre se disfruta mejor –se saborea mejor– en estas circunstancias. Obaba (Montxo Armendáriz, 2005), en cualquier caso, lo merecía.

El planteamiento de la historia, de entrada, parece sencillo: Lourdes (una sugerente Bárbara Lennie que aporta frescura a todas sus acciones), estudiante de Audiovisuales, viaja a un pueblo vasco para filmar retazos de la realidad de sus gentes. Pero desde el abismo de los recuerdos y los miedos encarnados en la figura simbólica del lagarto, un misterio proyecta su sombra entre los habitantes de Obaba.

Al no haber leído Obabakoak, el libro de Bernardo Atxaga, cuento con la ventaja de abordar la película sin prejuicios, pero también con el inconveniente de no conocer la sustancia con la que Armendáriz ha dado forma a su versión. En tal estado de cosas me dispongo a desarrollar mi interpretación, basándome en mis impresiones y asumiendo que el hilo conductor de la película –la intervención de Lourdes en el espacio de Obaba– cobra una importancia capital que vertebra el conjunto de las historias entrelazadas en torno a un tema central: la evolución del personaje principal, provocada por su interacción con el entorno y reflejada en las vidas particulares que forman el entramado humano del pueblo, que a la postre se convierte en personaje total. (Desvelo algunos detalles de la trama.)

Empecemos con el entorno. Obaba es un lugar misterioso, situado fuera del espacio habitual. Se intuye nada más empezar la película, cuando Lourdes nos pone sobre aviso de que algo extraño ha ocurrido en su vida a raíz de su visita al pueblo. El viaje, como antiquísimo recurso literario para expresar el crecimiento vital del ser humano, introduce a la joven en el terreno de lo desconocido. Como ocurriera a Ulises en los mares ignotos o a Dante en la selva oscura, Lourdes se va a ver obligada, sin saberlo, a buscar un camino de retorno, una salida, «un sentido» (que se convertirá en objeto de su obsesión) al acertijo que las imágenes inconexas de su cámara le van a plantear. Como en todo viaje iniciático, el héroe ha de pasar por pruebas que le permitirán, de ser resueltas, acceder a una realidad más plena, que se refleja básicamente en su relación con el medio y consigo mismo.

No faltan las señales que nos anuncian la entrada en el territorio de lo fantástico, donde la frontera entre la realidad y la fábula se difumina: Ismael recogiendo un lagarto en plena noche y en medio de la carretera, iniciando a Lourdes en la costumbre de contar –en este caso las curvas–, es la primera. El lagarto, envuelto en una siniestra leyenda que sirve de coartada para longevos rencores y ataduras con que la tierra amordaza la libertad de los personajes, simboliza además el miedo en su desnudez primigenia como espejo de todos los temores del ser humano. Lourdes, que es curiosa por naturaleza, se va a ver arrastrada por las circunstancias hasta la caseta de los lagartos. Allí se enfrenta a sus miedos, sola consigo misma, y se ve expuesta a esa tiniebla inquietante relacionada con la tierra. Emerge al mundo transformada, pues a partir de entonces no descansará tranquila hasta desentrañar el sentido que ha de dar cohesión a las turbias historias de los habitantes de Obaba. Más tarde, descubrirá que algo físico le ha ocurrido en el proceso, algo tangible que se manifiesta en su pérdida del oído izquierdo. Poco importa, a efectos narrativos, si el lagarto penetró en su cabeza o no. En este punto, el director juega hábilmente con el carácter fantástico del entorno, prolijo en tinieblas que nos niegan una conclusión unívoca basada en criterios racionales. En Obaba anida la irracionalidad, lo más profundo de los sentimientos, y lo importante es que Lourdes, quiera o no, se ha adentrado en esa realidad que una vez hollada no deja escapatoria. Así como Odín sacrificó su ojo a cambio de la sabiduría, Lourdes habrá de aceptar su sordera como pago por su paso por el terreno mítico de Obaba.

«Contar las cosas entretiene y mantiene la cabeza despejada». Es una tradición que comenzó la maestra (admirablemente interpretada por Pilar López de Ayala) y que transmitió a los niños del pueblo. Este juego ejerce de contrapeso a la presencia de lo oscuro, lo irracional, que acecha en las sombras de cada vida. El ritmo consciente que los personajes imprimen a su actividad funciona como la recitación mecánica de un rosario o un mantra: tranquiliza la mente y ayuda a centrarse, a dejar pasar la tormenta y no perder el contacto con la cordura cuando peligra en un medio hostil. De entre las tres historias elegidas por Armendáriz para su adaptación (la de la maestra, la del alemán y la del loco), ésta es la que brilla con más fuerza en mi memoria. Ahogada por una realidad opresiva de la que no puede escapar, se refugia en su costumbre de contar las cosas para seguir adelante y pasar por su infierno particular sin caer en las trampas que acechan en su camino. Así, evita los deseosos brazos del rudo joven tatuado y finalmente obtiene el premio del amor correspondido, aunque no bien visto, del jovencísimo aunque honesto y sencillo Manuel.

Volviendo a Lourdes, su propio purgatorio pasa por su interacción con los personajes de un drama que empezó años atrás: si Miguel (un Juan Diego Botto correcto en las escasas posibilidades que le permite su papel), el hijo de la maestra, es su vínculo con el aspecto más benévolo del entramado, el alemán representa lo enigmático y la integración de lo ajeno en una armonía de claroscuros, mientras que Lucas (Eduard Fernández, cuya maestría tuvimos el placer de disfrutar en su reciente interpretación de Hamlet en los teatros) sugiere el fracaso, la tragedia, la locura. Como si se tratara de un koan, Lourdes le da vueltas al acertijo de Obaba sin encontrar ninguna respuesta satisfactoria por medio de su pensamiento discursivo, racional. ¿Cuál es el sentido que da cohesión a las historias que componen el tejido humano del pueblo a lo largo de los años? Amor, rencillas, redención, locura, paz, venganza… ¿Cuál es el sentido de los sinsentidos de la vida humana? Lourdes sólo hallará descanso cuando vuelva a Obaba y acepte sus limitaciones: su incapacidad para comprender y su sordera. A partir de entonces, se dedica a grabar escenas inconexas de la vida del pueblo. Vida que continúa en los niños y que se perpetúa en el amor sencillo, sin prejuicios ni metas antepuestas que abraza junto a Miguel, un personaje intencionadamente simple que no busca nada fuera de lo que le ofrece su espacio y su tiempo presente; es un símbolo de la felicidad lograda tras el viaje alegórico de Lourdes, pero también la segunda persona de una historia de amor que inicia su andadura con humildad y sin sobresaltos, manteniéndose en un discreto segundo plano, desde la llegada de la chica al pueblo.

El círculo se cierra con Lourdes y Miguel recorriendo en moto la carretera. La voz de ella grita un número cuando giran una curva ante nosotros, los espectadores: sigue contando los pasos del camino que es la vida, pero ya sin preocuparse en un sinvivir en el nivel de la cabeza. ¿Ha resuelto el koan? Lo cierto es que ya no busca el sentido, sino que simplemente vive y siente. Si la tierra y sus lagartos han absorbido finalmente a la joven o si su influencia ha contribuido a su liberación es un dilema que queda sin cerrar ante la libertad crítica o la sensibilidad personal del espectador. En mi opinión, el balance es positivo para Lourdes y podemos suponer que al aceptarse a sí misma y la situación en la que vive, ha accedido a una comprensión del enigma no tanto discriminatoria y cerebral como global y vivencial.

Aunque es posible que la trama pudiera haber sido llevada de una manera más efectiva, no por ello deja de brillar un rico tapiz lírico hábilmente tejido bajo las capas de oscuridad de la inquietante Obaba. El misterio y la poesía del entorno vivo creado por Atxaga nos atrapan sutilmente desde el principio, como en un sueño fantástico pero pleno de reflejos armónicos y correspondencias que articulan una historia de orígenes fragmentarios pero de acabado redondo por obra de la sabia estructura central que introduce Armendáriz. Al final, el director echa mano de la ambigüedad a que se presta la naturaleza fabulosa de Obaba y sus sucesos, jugando con la duda del espectador ante el enigma del lagarto. ¿Qué pasó realmente en la caseta aquella noche? Esa inquietud, presente hasta los créditos en el corazón del espectador y en el tono irreal de los últimos suspiros de la película, sugiere una verdad encubierta: inseparable de la feliz simplicidad que Lourdes ha encontrado, pervive la oscuridad, acechando como los seres que reptan por la tierra. Su triunfo –y por extensión el del director– es haberla aceptado como constituyente indisoluble del conjunto.

lunes, 8 de mayo de 2006

Se enciende la candela

Candelero tiene la forma de un blog o bitácora, es decir, un sitio web actualizado con cierta periodicidad que recopila textos o artículos en orden cronológico.

Su autor es un estudiante de Filología Hispánica. Sus intereses a la hora de escribir aquí incluyen la reflexión y la espiritualidad, el arte y la literatura, el diálogo entre culturas y religiones.

Esto es básicamente un espacio destinado a la expresión y la escritura a través de anotaciones más o menos breves y espontáneas sin demasiados límites preconcebidos, orientadas principalmente hacia la reflexión y el comentario de lecturas.

Siéntete, lector, libre de participar en los comentarios.