martes, 26 de febrero de 2008

Soniditos y golpecitos

«Julius y Vilma asistían al desayuno de Susan. La cosa empezaba con la llegada del mayordomo-tesorero trayendo, sin el menor tintineo, la tacita con el café negro hirviendo, el vaso de cristal con el jugo de naranjas, el azucarerito y la cucharita de plata, la cafetera también de plata, por si acaso la señora lo desee más cargado, las tostadas, la mantequilla holandesa y la mermelada inglesa. No bien arrancaban los soniditos del desayuno, el de la mermelada untada, el de la cucharilla removiendo el azúcar, el golpecito de la tacita contra el platito, el bocado de tostada crocante, no bien sonaban todos esos detalles, una atmósfera tierna se apoderaba de la habitación, como si los primeros ruidos de la mañana hubieran despertado en ellos infinitas posibilidades de cariño. A Julius le costaba trabajo quedarse tranquilo, Vilma y Celso sonreían, Susan desayunaba observada, admirada, adorada, parecía saber todo lo que podía desencadenar con sus soniditos. De rato en rato alzaba la cara y los miraba sonriente, como preguntándoles: "¿Más soniditos? ¿Jugamos a los golpecitos?"»
Alfredo Bryce Echenique, Un mundo para Julius (1970).

Bien, hay ahí quizás algo para hablar de Susan, tan interesante, siempre arropada y sin embargo tan necesitada, siempre mendigando amor, tan frágil. Acaba resultando de verdad encantadora, pero no por tanto darling ni por echarse hacia atrás el mechón, sino por su amorosa mirada maternal, que sobrevive a pesar de los pesares, de Juan Lucas y de la vida que, pese a haberla tratado tan bien, la ha tratado tan mal. Sólo en esos momentos, cuando es madre en contacto con su hijo, parece encontrar sentido a su vida, aunque no sea consciente; sólo entonces es feliz y brilla de verdad.

Me llamó la atención, sin embargo, aquello de los soniditos y los golpecitos del desayuno, casi un ritual, un juego, en realidad muy natural, seguramente no del todo intencionado. El punto de vista parece ser (o a mí me lo parece, vaya) el de un niño de mirada inocente: en sus oídos despiertos, la vida cotidiana vivida como música. Claro que sí. Lo de todos los días como juego, pero como un juego vivido con entrega total, con olvido de uno mismo, como los niños. Así ha de ser, imagino, en una mirada inocente (o en la amorosa de la madre). Y los soniditos y los golpecitos del desayuno, música celestial, la improvisación suprema de la vida sin la esclavitud del ritmo intencionado.

Ocurrencias sólo quizás, bien. Pero ahí están: los detalles de todos los días, capaces de despertar infinitas posibilidades de cariño, atmósferas de ternura, sonrisas y amor. Es verdad. Y aún hay más, seguro, más allá de lo sentimental, en sus hábiles tintineos. ¿Por qué no les prestamos atención? Detalles y, sin embargo, tan de agradecer, uno por uno.

domingo, 17 de febrero de 2008

Alvar Núñez y la compasión

Alvar Núñez Cabeza de Vaca fue uno de los supervivientes de la desastrosa expedición emprendida por Pánfilo de Narváez en 1527 a la Florida. Cuenta su peregrinación a lo largo de las tierras del sur de Norteamérica hasta su regreso a Nueva España en su relación al rey, que conocemos con el nombre de Naufragios.

Al comienzo del viaje, la actitud vital de los expedicionarios era la del conquistador: llenos de orgullo, convencidos de su superioridad, toman posesión de tierras que no son suyas y miran al indio con miedo o con desprecio. Buscan oro y tienen detrás la fuerza de un imperio joven y vigoroso. Pero están a las órdenes de un hombre poco reflexivo y su peripecia está marcada, desde el principio, por la insensatez y la improvisación. Todo ello les condujo a la catástrofe, el naufragio y la separación.

Durante ese primer período de la expedición, la actitud de los indios hacia los extraños fue defensiva. Veían el peligro que se les echaba encima. Aquellos hombres venían del este como hijos del Sol, pero pronto hubieron de ser vistos, por los nativos, como vulgares ladrones, gentes guiadas por deseos y aspiraciones de lo más bajo: riquezas, dominio y sometimiento del otro. Una y otra vez, las distintas tribus se comportan con honor y esperan lo mismo de los recién llegados; la respuesta, en cambio, siempre resulta decepcionante. No parece haber diálogo posible. El resultado fue que los españoles encontraron cada vez más resistencia y a menudo fueron acribillados a flechazos. Se van diezmando y, al final, sólo quedan unos pocos, dispersos y condenados a vagar por territorios vastos y desconocidos, a merced de los que consideran salvajes y enemigos.

A partir de entonces, los supervivientes, como se suele decir, las pasaron canutas. Desnudos, hambrientos, enfermos, totalmente indefensos y humillados; algunos cayeron, incluso, en la antropofagia (provocando el horror y la repugnancia de los indios). La actitud del conquistador se tambalea y cae. Ya no tratan con el otro desde una posición de poder. Necesitan ayuda, y, para su sorpresa (y la del lector), la actitud de los indios con que se encuentran cambia por completo. Transcribo a continuación un pasaje que, aunque sea largo, me parece muy significativo y conmovedor:
«Otro día, saliendo el sol, que era la hora que los indios nos avían dicho, vinieron a nosotros como lo avían prometido y nos traxeron mucho pescado y de unas raízes que ellos comen y son como nuezes, algunas mayores o menores; la mayor parte dellas se sacan debaxo del agua y con mucho trabajo. A la tarde bolvieron y nos traxeron más pescado y de las mismas raízes e hizieron venir sus mugeres e hijos para que nos viessen, y ansí se bolvieron ricos de cascaveles y cuentas que les dimos, y otros días nos tornaron a visitar con lo mismo que estotras vezes. Como nosotros víamos que estavamos proveídos de pescado y raízes y de agua y de las otras cosas que pedimos, acordamos de tornarnos a embarcar y seguir nuestro camino, y desenterramos la varca de la arena en que estava metida, y fue menester que nos desnudássemos todos y passássemos gran trabajo para echarla al agua, porque nosotros estávamos tales que otras cosas muy más livianas bastavan para ponernos en él. Y assí, embarcados, a dos tiros de ballesta dentro de la mar, nos dio tal golpe de agua que nos mojó a todos, y como ívamos desnudos y el frío que hazía era muy grande, soltamos los remos de las manos, y a otro golpe que la mar nos dio trastornó la varca; el veedor y otros dos se asieron della para escaparse, mas suscedió muy al revés, que la varca los tomó debaxo y se ahogaron. Como la costa es muy brava, el mar, de un tumbo, echó a todos los otros, embueltos en las olas y medio ahogados, en las costa de la misma isla, sin que faltassen más de los tres que la varca avía tomado debaxo. Los que quedamos escapados, desnudos como nascimos y perdido todo lo que traíamos, y aunque todo valía poco, para entonces valía mucho. Y como entonces era por Noviembre y el frío muy grande y nosotros tales que con poca difficultad nos podían contar los huessos, estávamos hechos propria figura de muerte. De mi sé dezir que desde el mes de Mayo passado yo no avía comido otra cosa sino maíz tostado, y algunas vezes me vi en necessidad de comerlo crudo, porque aunque se mataron los cavallos entre tanto que las varcas se hazían, yo nunca pude comer dellos y no fueron diez vezes las que comí pescado. Esto digo por escusar razones, porque pueda cada uno ver qué tales estaríamos. Y sobre todo lo dicho avía sobrevenido viento Norte, de suerte que más estávamos cerca de la muerte que de la vida; plugo a Nuestro Señor que, buscando los tizones del fuego que allí avíamos hecho, hallamos lumbre con que hezimos grandes fuegos, y ansí estuvimos pidiendo a Nuestro Señor misericordia y perdón de nuestros pecados, derramando muchas lágrimas, aviendo cada uno lástima, no sólo de sí, mas de todos los otros que en el mismo estado vían. Y a hora de puesto el sol, los indios creyendo que no nos avíamos ido, nos bolvieron a buscar y a traernos de comer, mas cuando ellos nos vieron ansí, en tan diferente hábito del primero y en manera tan estraña, espantáronse tanto que se bolvieron atrás. Yo salí a ellos y llamélos y vinieron muy espantados; hízelos entender por señas cómo se nos avía hundido una varca y se avían ahogado tres de nosotros, y allí en su presencia ellos mismos vieron dos muertos y los que quedávamos ívamos aquel camino. Los indios, de ver el desastre que nos avía venido y el desastre en que estávamos con tanto desventura y miseria, se sentaron entre nosotros y con el gran dolor y lástima que ovieron de vernos en tanta fortuna, començaron todos a llorar rezio y tan de verdad que lexos de allí se podía oír, y esto les duró mas de media hora y cierto, ver que estos hombres tan sin razón y tan crudos, a manera de brutos, se dolían tanto de nosotros, hizo que en mi y en otros de la compañía cresciesse más la passión y la consideración de nuestra desdicha. Sossegado ya este llanto yo pregunté a los christianos y dixe que, si a ellos parescía, rogaría a aquellos indios que nos llevassen a sus casas, y algunos dellos, que avían estado en la Nueva España, respondieron que no se devía hablar en ello, porque si a sus casas nos llevavan nos sacrificarían a sus ídolos; mas visto que otro remedio no avía y que por qualquier otro camino estava más cerca y más cierta la muerte, no curé de lo que dezían, antes rogué a los indios que nos llevassen a sus casas, y ellos mostraron que avían gran plazer dello y que esperássemos un poco, que ellos harían lo que queríamos, y luego treinta dellos se cargaron de leña y se fueron a sus casas, que estavan lexos de allí, y quedamos con los otros hasta cerca de la noche, que nos tomaron y, llevándonos asidos y con mucha priessa fuimos a sus casas, y por el gran frío que hazía, y temiendo que en el camino alguno no muriesse o desmayasse, proveyeron que oviesse cuatro o cinco fuegos muy grandes puestos a trechos, y en cada uno dellos nos escalentavan y, desque vían que avíamos tomado alguna fuerça y calor, nos llevavan hasta el otro, tan apriessa que casi los pies no nos dejavan poner en el suelo, y desta manera fuimos hasta sus casas, donde hallamos que tenían hecha una casa para nosotros y muchos fuegos en ella, y desde a una hora que avíamos llegado començaron a bailar y hazer grande fiesta (que duró toda la noche), aunque para nosotros no avía plazer, fiesta, ni sueño, esperando cuando nos avíaan de sacrificar, y a la mañana nos tornaron a dar pescado y raízes y hazer tan buen tratamiento que nos asseguramos algo y perdimos algo el miedo del sacrificio.»[1]
Como se ve, Alvar Núñez y sus compañeros descubrieron, una vez humillados y perdido todo poder, que el otro no era un ser tan salvaje como ellos pensaban, sino que era capaz de sentir una intensa compasión por la desgracia ajena y ayudar sin pedir nada a cambio. A partir de este momento, cuando el libro va dando relación de otras tribus con las que el protagonista se fue encontrando en su peregrinaje, la mirada es más lúcida y se fija en su humanidad y sus costumbres, muchas de las cuales se basan en la dinámica del amor y el desprendimiento. Es también a partir de entonces cuando se empezarán a manifestar las curaciones milagrosas de las que hablábamos en la entrada "Los milagros de Alvar Núñez". Cabeza de Vaca y los otros no son ya los conquistadores buscadores de oro del principio –aunque, claro, conservan buena parte de los prejuicios inherentes a su mentalidad y en cuanto puedan asumirán la autoridad, que, por otro lado, se ganan por su buen trato–, sino, en cierto modo, peregrinos en diálogo y convivencia con los indios.

Cuando los supervivientes llegan por fin a tierras cristianas, después de varios años de penalidades, se encontrarán con un panorama muy diferente: los españoles conquistan, expropian, oprimen y esclavizan a los nativos. Alvar Núñez hizo lo que pudo para arreglar las cosas. Ya que las leyes prohibían esclavizar a gentes cristianas, se esforzó por ensayar una especie de evangelización rápida (que, por otro lado, fue fácilmente asimilada según cuenta) para que, cuando llegaran los españoles más crueles, se encontraran impotentes para llevar a cabo sus pillajes. Aprovechará el texto y su posición para, adaptándose a las circunstancias de la época, indicar al emperador que "estas gentes todas para ser atraídos a ser christianos y a obediencia de la Imperial Magestad han de ser llevados con buen tratamiento, y que éste es camino muy cierto, y otro no"[2]. Es, hay que admitirlo, otra forma de dominio y conquista, pero ahora con una perspectiva más abierta y compasiva, más humana, aunque hoy la veamos, sin duda, como una actitud imperialista. Si la tormenta es inevitable, es mejor procurar que cause los menores daños posibles, y en este sentido, teniendo en cuenta que hay que tener cuidado de no extrapolar la visión actual al pasado y que se deben tener en cuenta las circunstancias históricas y la mentalidad de la época, me parece que el empeño de Alvar Núñez fue loable dentro de la circunstancia temporal que le tocó vivir.

Creo que Alvar Núñez, en su peripecia repleta de desventuras, experimentó una transformación que le permitió tener un punto de vista raro en aquellos tiempos. Habiendo recibido la compasión de los que anteriormente considerara enemigos e inferiores, supo devolverla en la medida de sus posibilidades y de su mentalidad. Más tarde, cuando fue elegido gobernador del Río de la Plata, se ganó la enemistad de muchos por su política indigenista, volviendo encadenado a España y sufriendo un largo proceso judicial que le dejó vencido y hundido en la miseria. Según algunos, acabó sus días con el hábito de monje en un convento de Sevilla.

[1]: Alvar Núñez Cabeza de Vaca, Naufragios, Alianza, Madrid, 2005, pp. 100-102.
[2]: Op. cit., p. 160.

sábado, 16 de febrero de 2008

Los milagros de Alvar Núñez

Alvar Núñez Cabeza de Vaca, uno de los supervivientes de la desastrosa expedición a la Florida iniciada en 1527, cuenta en su libro Naufragios que, cuando los indios les pidieron a él y a sus compañeros que ejercieran de "físicos" (médicos) para con los enfermos, no vieron otro modo de satisfacer su demanda que santiguarlos y orar. Sorprendentemente, causó efecto y, según el texto, se produjeron, a partir de entonces, varias curaciones milagrosas a su través. Así relata la primera ocasión en que esto ocurrió:
«En aquella isla que he contado nos quisieron hacer físicos, sin examinarnos ni pedirnos los títulos, porque ellos curan las enfermedades soplando al enfermo y con aquel soplo y las manos echan dél la enfermedad, y mandáronnos que hiziéssemos lo mismo y sirviéssemos en algo; nosotros nos reíamos dello, diziendo que era burla y que no sabíamos curar, y por esto nos quitavan la comida hasta que hiziéssemos lo que nos dezían. Y viendo nuestra porfía, un indio me dixo a mí que yo no sabía lo que dezía en dezir que no aprovecharía nada aquello que él sabía, ca las piedras y otras cosas que se crían por los campos tienen virtud, y que él, con una piedra caliente, trayéndola por el estómago, sanava y quitava el dolor, y que nosotros, que éramos hombres, cierto era que teníamos mayor virtud y poder. En fin, nos vimos en tanta necessidad que lo ovimos de hazer sin temer que nadie nos llevasse por ello la pena. La manera que ellos tienen en curarse es ésta: que en viéndose enfermos llaman a un médico, y después de curado no sólo le dan todo lo que posseen, mas entre sus parientes buscan cosas para darle. Lo que el médico haze es dalle unas sajas adonde tiene el dolor, y chúpanle alderredor dellas. Dan cauterios de fuego, que es cosa entre ellos tenida por muy provechosa, e yo lo he experimentado y me suscedió bien dello, y después desto soplan aquel lugar que les duele, y con esto creen ellos que se les quita el mal. La manera con que nosotros curamos era santiguándolos y soplarlos y rezar un Pater noster y un Ave María, y rogar lo mejor que podíamos a Dios Nuestro Señor que les diesse salud y espirasse en ellos que nos hiziessen algún buen tratamiento. Quiso Dios Nuestro Señor y su misericordia que todos aquellos por quien suplicamos, luego que los santiguamos, dezían a los otros que estavan sanos y buenos, y por este respecto nos hazían buen tratamiento y dexavan ellos de comer por dárnoslo a nosotros y nos davan cueros y otras cosillas.»[1]
Me llama la atención el razonamiento del indio: si hasta las piedras y las hierbas tienen virtud de curar, ¿cómo no van a tenerlo en mayor grado los hombres? Dejando de lado lo que posiblemente sean conocimientos chamánicos, esto me trae a la memoria una frase evangélica, con la que quizá se pueda establecer alguna relación: "¿No se venden dos pajarillos por un as? Pues bien, ni uno de ellos caerá en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. No temáis, pues; vosotros valéis más que muchos pajarillos." (Mt 10, 30-31). Y la manera de curar de los españoles me recuerda aquello otro sobre la eficacia de la oración: "Pedid y se os dará" (Mt 7, 7).

Algún tiempo después, el fenómeno se repite:
«Aquella misma noche que llegamos vinieron unos indios a Castillo y dixéronle que estavan muy malos de la cabeça, ruegándole que los curasse, y después que los hubo santiguado y encomendado a Dios, en aquel punto los indios dixeron que todo el mal se les avía quitado, y fueron a sus casas y truxeron muchas tunas y un pedaço de carne de venado, cosa que no sabíamos qué cosa era, y como ésto entre ellos se publicó, vinieron otros muchos enfermos en aquella noche a que los sanasse, y cada uno traía un pedaço de venado, y tantos eran que no sabíamos adónde poner la carne. Dimos muchas gracias a Dios porque cada día iva cresciendo su misericordia y mercedes.»[2]
Aparte de la circunstancia –a tener muy en cuenta, por otro lado, como luego veremos– de que el autor cuenta o dice contar experiencias reales, me parece que estos textos permiten una lectura simbólica: en la medida en que uno da (rogando a Dios por los demás, en este caso), recibe a espuertas, y esto me hace pensar en la multiplicación de los panes: "Comieron todos y se saciaron, y de los trozos sobrantes recogieron siete espuertas llenas." (Mt 15, 37).

Las curaciones continúan, incluso con un hombre aparentemente fallecido:
«Otro día, de mañana, vinieron allí muchos indios, y traían cinco enfermos que estavan tollidos y muy malos y venían en busca de Castillo que los curasse, e cada uno de los enfermos ofresció su arco y flechas, y él los santiguó y encomendó a Dios Nuestro Señor y todos le suplicamos con la mejor manera que podíamos les enbiasse salud, pues él vía que no avía otro remedio para que aquella gente nos ayudasse y saliéssemos de tan miserable vida, y él lo hizo tan misericordiosamente que, venida la mañana, todos amanescieron tan buenos y sanos y se fueron tan rezios como si nunca ovieran tenido mal ninguno. Esto causó entre ellos muy gran admiración, y a nosotros despertó que diéssemos muchas gracias a Nuestro Señor, a que más enteramente conosciéssemos su bondad y tuviéssemos firme esperança que nos avía de librar y traer donde le pudiéssemos servir. [...] Y como por toda la tierra no se hablase sino en los misterios que Dios Nuestro Señor con nosotros obrava, venían de muchas partes a buscarnos para que los curássemos, y a cabo de dos días que allí llegaron, vinieron a nosotros unos indios de los Susolas y rogaron a Castillo que fuesse a curar un herido e otros enfermos, y dixeron que entre ellos quedava uno que estava muy al cabo. Castillo era médico muy temeroso, principalmente cuando las curas eran muy temerosas e peligrosas, e creía que sus pecados avían de estorvar que no todas vezes suscediesse bien el curar. Los indios me dixeron que yo fuesse a curarlos, porque ellos me querían bien e se acordavan que les avía curado [...] Y cuando llegué cerca de los ranchos que ellos tenían, yo ví el enfermo que ívamos a curar, que estava muerto, porque estava mucha gente al derredor dél llorando, y su casa deshecha, que es señal que el dueño estava muerto. Y ansí, quando yo llegué hallé el indio los ojos bueltos e sin ningún pulso, e con todas señales de muerto, según a mí me paresció, e lo mismo dixo Dorantes. Yo le quité una estera que tenía encima con que estava cubierto, y lo mejor que pude supliqué a Nuestro Señor fuesse servido de dar salud a aquél y a todos los otros que della tenían necessidad. Y después de santiguado e soplado muchas vezes, [...] nos bolvimos a nuestro aposento, y nuestros indios [...] dixeron que aquel que estava muerto e yo avía curado, en presencia dellos se avía levantado bueno y se avía passeado y comido e hablado con ellos, e que todos cuantos avía curado quedavan sanos y muy alegres. Esto causó muy gran admiración y espanto y en toda la tierra no se hablava en otra cosa. Todos aquellos a quien esta fama llegava nos venían a buscar para que los curássemos y santiguássemos sus hijos. Y cuando los indios que estavan en compañía de los nuestros, que eran los Cutalchiches, se ovieron de ir a su tierra, [...] Rogáronnos que nos acordássemos dellos y rogássemos a Dios que siempre estuviessen buenos, y nosotros se lo prometimos, y con esto partieron los más contentos hombres del mundo, aviéndonos dado todo lo mejor que tenían. [...] En todo este tiempo nos venían de muchas partes a buscar y dezían que verdaderamente nosotros eramos hijos del Sol [...] y tanta confiança tenían que avían de sanar si nosotros los curássemos, que creían que en tanto que nosotros allí estuviéssemos ninguno dellos avía de morir.»[3]
Cuando Jesús sanaba, era la fe del enfermo lo que permitía (como un consentimiento) que se produjese la sanación. ¿Sería esta confianza de los indios en los "hijos del Sol" lo que permitió que se produjeran las curaciones?

Trinidad Barrera toca el tema de las curaciones milagrosas en la introducción a su edición de Naufragios:
«Para sobrevivir, nuestro protagonista y sus compañeros, se ven obligados a actuar como chamanes, con sorprendente éxito. Para escapar del hambre y las penalidades intentan actuar haciendo acopio de su imaginación, religiosidad y capacidad de observación. Ya fuese succión, soplos, imposiciones de manos o delicada operación quirúrgica, sus movimientos iban acompañados de alguna plegaria cristiana, que en ningún caso debe atribuirse, como dice Lafaye, a "prácticas dignas de gitanos andaluces", sino más sencillamente a un hondo sentimiento religioso del que Alvar Núñez hace gala a lo largo de todo el relato. El devolver la vida a un indio, dado por muerto, llevó posteriormente a Gómara a hablar de "milagros" y de "resucitar a los muertos". Hecho que no nos debe extrañar ya que la peregrinación de estos hombres, curando enfermos, de pueblo en pueblo, es relatada con ciertas connotaciones cristianas, cual si se trataran de Jesucristo y sus apóstoles. Resulta curiosa la trascendencia posterior de este hecho, ya que la fama de milagrero y la protección del cielo lo acompañaron de modo tal que, en los Comentarios, se nos dice, impasiblemente, cómo en el regreso a España, una tormenta fue calmada cuando le quitaron las cadenas a nuestro héroe (cap. LXXXIV). Los milagros de Alvar Núñez se hicieron tan famosos que aún en el siglo XVIII eran aceptados por la Compañía de Jesús.»[4]
Estos pretendidos milagros, no obstante, fueron declarados "nulos e inválidos" por los decretos papales de 1625 y 1634, aunque su popularidad siguió intacta por mucho tiempo.

Es un fenómeno desconcertante. Aceptando, en principio, que Alvar Núñez es sincero en su exposición, se me ocurren algunas preguntas y posibilidades de explicación o acercamiento al problema. En primer lugar, parece indudable que los conocimientos cosmogónicos, las profecías y la visión del mundo de los indios de América les había de predisponer a creer que los españoles, viniendo de oriente, de donde sale el sol, eran "hijos del Sol", seres extraordinarios llegados para restaurar un estado anterior de armonía; esto, quizá, podría dar lugar a algún tipo de predisposición que facilitaría las curaciones. Pero, a mi ver, eso no basta para explicarlas. ¿Se podría pensar que esa predisposición, unida a las rudimentarias prácticas curativas que pudieran aprender Alvar Núñez y sus compañeros, fue suficiente para producir tantas sanaciones? No lo parece. ¿Y si, antes de ello o en su lugar, hubiera que tener en cuenta la fe? La fe mueve montañas. La fe de los indios, pero también la de unos cristianos (los héroes de nuestro relato) que, habiendo pasado por mil penalidades, habían dejado atrás buena parte de su actitud de conquistadores y habían entrado en comunicación íntima y a veces amorosa con los indios. Todos aquellos factores podrían, quizá, haber posibilitado la manifestación de ciertas fuerzas sanadoras.

Por otro lado, me acuerdo de lo que René Guénon pensaba del estado de algunas tribus "primitivas", a las cuales él consideraba "degeneradas" en el sentido de que habrían perdido el conocimiento profundo de antiguas tradiciones integrales, que sobrevivirían entre ellos como superstición (entendida como "una cosa que se sobrevive a sí misma cuando ya ha perdido su verdadera razón de ser"[5]). Partiendo de esto, se me ocurre que quizá, en contacto con esos indios (cuya tradición habría perdido la comunicación efectiva con los principios), los cristianos, personas bautizadas que vivían en el seno de una tradición viva, podrían resultar un instrumento favorable a la manifestación de esos hechos extraordinarios y esas fuerzas sanadoras a las que aludía más arriba. Por otra parte, hay otro factor o posibilidad que se me ocurre: se trataría de considerar que los indios vivían con una mayor armonía con el medio, con una conciencia menos situada en lo racional y abstracto que la de los europeos; en definitiva, que tendrían un alma más proclive a recibir la acción de esas fuerzas sanadoras. Pero, en fin, todo esto no es más que especulación.

Para entender el fenómeno, probablemente habría que tener en cuenta diversos factores (quizá entre ellos algunos de los aquí señalados), y tener presente, además, que había seguramente diferencias más o menos importantes de mentalidad entre los propios pueblos indígenas, pues el mismo texto de Cabeza de Vaca muestra que no se trataba en modo alguno de un conjunto homogéneo.

Todo lo anterior parte del supuesto de que lo que cuenta el autor, o la mayor parte, no es ficción sino una relación en su mayor parte fiel de los hechos. Ciñéndonos al texto, me parece claro que una aceptación y extensión tan espectacular entre los indios de nociones de la fe cristiana (ese pedir que rogasen a Dios por ellos) y la fama de sanadores de los protagonistas del relato, antes de haberse producido evangelización alguna, llama enormemente la atención y no parece poder explicarse fácilmente como hechos casuales o malinterpretados. Es posible que hubiera una gran sed y carencia de algo propiamente espiritual, y el éxito de las sencillas plegarias de Alvar Núñez y compañía quizá podría ser explicado en función de esa necesidad. En cuanto a las curaciones, si se trata, en alguna medida, de verdaderos milagros, o de cosas de otro orden, probablemente es algo muy difícil de esclarecer.

[1]: Alvar Núñez Cabeza de Vaca, Naufragios, Alianza, Madrid, 2005, pp. 107-108.
[2]: Op. cit., p. 124.
[3]: Op. cit., pp. 126-129.
[4]: Op. cit., pp. 39-40.
[5]: René Guénon, Oriente y Occidente, Olañeta, Palma de Mallorca, 2003, p. 72.

domingo, 10 de febrero de 2008

Libertad para amar

Decía el cura en la homilía de hoy:
«En estos tiempos se confunde el libre albedrío con la libertad. El libre albedrío es la capacidad de optar. La libertad es la capacidad de hacer el bien sin trabas.»
Busco la palabra –cosas de la educación filológica, supongo– en el DRAE y compruebo que libertad es una de esas que –como amor– refleja una gran diversidad de significados, seguramente superpuestos unos sobre otros a lo largo de siglos de cambios en la mentalidad, la literatura, el pensamiento y la sociedad. Así, se dice que es, en primer lugar, la "facultad natural que tiene el hombre de obrar de una manera o de otra, y de no obrar, por lo que es responsable de sus actos". Eso es, como decía el sacerdote, el libre albedrío. Otras acepciones son la "falta de sujeción y subordinación" o la "facultad que se disfruta en las naciones bien gobernadas de hacer y decir cuanto no se oponga a las leyes ni a las buenas costumbres", pero también, curiosamente, la "contravención desenfrenada de las leyes y buenas costumbres", entre otras. Y se hace también mención de otras libertades, como la de conciencia, la de pensamiento y, una de las favoritas de la sociedad actual, la libertad de comercio. Pero hay dos que se acercan bastante a la definición con que empezábamos: el "estado de quien no está preso" y la libertad del espíritu: "dominio o señorío del ánimo sobre las pasiones".

Quedémonos con estas últimas y ensayemos una definición negativa con ellas. La libertad sería el estado de quien no está preso por las pasiones. Pasiones como la ira, la codicia, el orgullo. Si consideramos ahora, como decía el sacerdote, que la libertad es "la capacidad de hacer el bien sin trabas" (una definición positiva), se deduce que lo que hay, surge y se manifiesta en el estado de quien no es esclavo es, precisamente, hacer el bien. Este hacer el bien surge de manera natural cuando no hay obstáculos, así que no se trata tanto de un esfuerzo virtuoso como de dejar que se manifieste lo que hay en el fondo (en el hondón del alma). Es, en una palabra, amar. El amor no es, pues, como las pasiones, algo que se pueda añadir a la condición de una persona; el amor es lo natural. Y la libertad es, bien entendida en un sentido profundo, libertad para amar.

¿Cómo se puede entender que la libertad sea para amar y no también, por ejemplo, para odiar o desear? Porque, por ser consecuentes en este juego de palabras y conceptos, eso sería más bien el libre albedrío, que faculta para optar entre el amor –lo natural– y todo el elenco de las pasiones humanas; entre la Voluntad de Dios y la voluntad del hombre. Somos, desde la caída, desde que empezamos a discernir, separar y juzgar, libres para elegir la auténtica orientación del corazón o, como en la parábola del hijo pródigo, aquello que despierta y atrapa nuestros deseos, gustos y rechazos, alejándonos del Padre. Nos ama tanto, es un amor el suyo tan sin condiciones ni reservas, que nos permite marcharnos de casa y, claro, retornar.

Retornar a casa es volver a situarse ahí donde las pasiones pierden todo poder y decir, con la Virgen, "he aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra". Decir "hágase", aceptar y consentir la realidad, es restituir cada cosa a su lugar natural y original; es librarse de la esclavitud del ego, liberarse de todo condicionamiento por el conocimiento de la Verdad. Con otros lenguajes, con otras palabras, todas las tradiciones de sabiduría apuntan a esta libertad o liberación, y lo que surge en tal estado es, en todas partes y en todo tiempo, amor. El amor que surge en una libertad tal es el amor de Dios, sin condiciones ni expectativas, porque estamos hechos "a su imagen y semejanza".

En relación con el Evangelio de hoy, las tentaciones del desierto apuntan, creo, a esas pasiones que intentan esclavizar, separar, obstaculizar, oscurecer. El tentador aparece cuando aparece el hambre, que creo que se puede relacionar con el concepto budista de deseo. La segunda Noble Verdad del Buda dice: "el deseo es la causa del sufrimiento". El deseo, el hambre, la tentación del poder, la búsqueda de seguridades mundanas, sólo pueden ser superados mediante la vinculación con la Voluntad del Padre o, dicho con palabras budistas, el despertar a la naturaleza esencial. El resultado es, en Oriente y en Occidente, la suprema libertad que permite, por fin y sin obstáculos, amar.

jueves, 7 de febrero de 2008

Un poder que la naturaleza jamás concede

A propósito del poder político y de las tiranías que se han producido históricamente en ese orden, John Locke opinaba (en 1690) que
«este poder político tiene su origen exclusivo en un pacto o acuerdo establecido por mutuo consentimiento entre aquellos que componen la comunidad, [...] el poder despótico es un poder absoluto y arbitrario que un hombre ejerce sobre otro, hasta el punto de quitarle la vida si así le place. Es este un poder que la naturaleza jamás concede [...] y que tampoco puede derivarse de contrato alguno».(1)
Según la primera frase, para que el poder político sea legítimo, ha de tener su origen en "un pacto o acuerdo establecido por mutuo consentimiento" entre los miembros de la comunidad. Cabría preguntarse en qué medida es admisible cualquier pacto en sí mismo por el hecho de ser la decisión de la mayoría. Me parece que, en principio, todo acuerdo comunitario merece respeto y es preferible a la imposición desde la fuerza. Pero surgen dudas. Si una comunidad decidiera de mutuo acuerdo, por ejemplo, agredir a otra o establecer una ley injusta que atentara contra la vida o la dignidad del ser humano, ¿sería igualmente una decisión adecuada? Parece que no. Quizá sea necesario, para que el acuerdo sea verdadera o más profundamente legítimo (y produzca así buenos frutos), restituir a la palabra acuerdo el significado que sugiere su etimología (de cor cordis: "corazón", pero también "inteligencia" y "espíritu"); así, el acuerdo tendría más que ver con una apertura al otro desde el corazón (no en un sentido sentimental sino más bien espiritual) que con una mera coincidencia de opiniones o juicios. Las opiniones individuales no tienen garantía de ser verdaderas, sino sólo de ser legítimas y respetables en tanto que expresión libre y veraz de una persona; verdades relativas, si acaso. En cambio, este acuerdo de corazón o concordia surgiría de un nivel más profundo y universal y necesariamente habría de estar en concordancia con nuestra verdadera naturaleza, una realidad realmente libre, de la que surge sabiduría y amor; también acuerdo, por tanto, y esto se podría poner en relación con la "unanimidad" a la que invitaba San Pablo y de la que hablábamos hace unos días.

Pero, volviendo a Locke, él habla del poder político, y ahí hay que andar con cautela, puesto que no es precisamente a organizar el poder a lo que invitaban las palabras del de Tarso, sino a colaborar y a acogerse como hermanos en Cristo. Y, por otro lado, cabría también preguntarse si algún poder puede ser legítimo o surgir de un acuerdo en el sentido que decimos, si consideramos que el poder siempre es contra el otro. En todo caso, una comunidad constituida sobre el respeto elegiría de mutuo acuerdo unas reglas de convivencia adecuadas.

Pero lo que más me interesaba de este texto tiene que ver con las palabras resaltadas en negrita: el poder despótico, absoluto y arbitrario es "un poder que la naturaleza jamás concede" y que "tampoco puede derivarse de contrato alguno". Efectivamente, no se encuentra en la naturaleza un poder así, pero tampoco ninguna relación de poder, sino sólo en las sociedades humanas históricas y actuales. Si la naturaleza jamás lo "concede" –sobre todo entendida como nuestra verdadera naturaleza esencial– es porque no coincide con la única y verdadera ley, que es el amor, contra el que se sitúa el deseo de poder, si se puede decir así. El ser humano, sin embargo, es libre de elegir, y de su inadecuada elección en pos del poder surge la tiranía del ego y la tiranía política. Asimismo, ese poder "tampoco puede derivarse de contrato alguno" y, a pesar de las connotaciones comerciales de la palabra contrato, esto se puede relacionar con lo que decíamos antes, si entendemos que ese contrato surge de un acuerdo profundo, desde el "común trato" en una convivencia basada en el respeto, en contacto con la Realidad.

(1): John Locke, Segundo tratado sobre el gobierno civil, Madrid, Alianza, 1990, pp. 174-175.

miércoles, 6 de febrero de 2008

Seguimos

Sirva este primer post de bienvenida a los conocidos y a los recién llegados. Esto vendría a ser una continuación o segunda época del blog Candelero alojado en Blogia, donde escribí desde abril de 2006 hasta enero de 2008. Estoy archivando aquí todos los artículos que se publicaron allí, por lo cual creo que se trata más de un cambio de ubicación que de un proyecto diferente.

La línea a seguir será más clara, en principio: reflexión y comentario de lecturas, sobre todo. Es mi intención escribir con una actitud orientada al Espíritu, y quisiera que esto fuera algo así como un acto de gratitud y alabanza, en la medida en que eso sea posible a través de la reflexión personal. Me gustaría que lo que escribiera aquí aportara algo de luz de vez en cuando. Creo que, aunque al inicio de la primera época no lo sospechaba, por ahí va el sentido del título. Pienso en el dicho y la invitación de Jesús:
«Nadie enciende una lámpara y la tapa con una vasija, o la pone debajo de un lecho, sino que la pone sobre un candelero, para que los que entren vean la luz.» (Lc 8, 16).
Quedan algunos detalles por ultimar (quizás algún retoque a la apariencia, poco más) y, a decir verdad, esto no es nada "definitivo", y ni siquiera estoy seguro de que el blog vaya a permanecer por mucho tiempo en esta ubicación; ya se verá. De todos modos, en algún momento hay que empezar. Comenzamos, pues, en Miércoles de Ceniza. Y Dios dirá lo que sale de aquí.