viernes, 14 de marzo de 2008

Juzgar el provecho

Decimos con demasiada facilidad aquello de "he sacado provecho de este libro" o "no he sacado ningún provecho de este libro", o "este libro no me ha aportado nada". Me pregunto quién es uno mismo para juzgar el provecho que ha obtenido de un libro cualquiera –o de una situación vital cualquiera–, y tengo la impresión de que hay ahí una especie de orgullo más o menos inconsciente. Así, uno se cree con el poder para determinar lo que le beneficia; y ¿para quién es ese beneficio? ¿y quién es el que juzga el beneficio? Siempre para mí, claro, siempre yo; siempre el ego, el que pone límites, ideas, etiquetas y velos a una realidad libre de todo juicio.

Aquello de "no juzguéis, para que no seáis juzgados" (Mt 7, 1) es, creo, aplicable en cierto modo aquí. En la medida en que uno juzga las cosas, resulta él mismo juzgado, limitado, condenado a comprender sólo lo que ve o quiere ver.

El provecho intelectual (en el sentido de adquisición de conocimientos o comprensión racional) o el disfrute estético, obtenidos por la lectura de un libro, son seguramente más fáciles de ver y juzgar, o el margen de error es menor. Pero ¿cómo determinar aquello que queda fuera de nuestra conciencia ordinaria? Pienso, por ejemplo, en la acción, comprensión o influencia efectivas pero no necesariamente conscientes que puede reportar leer el Evangelio o cualquier texto sagrado en tanto que Palabra revelada o inspirada. Pero creo que no sólo en ese caso, sino en cualquier lectura –y, de nuevo, en cualquier situación vital– conviene ser cauteloso y no juzgar con demasiada facilidad el provecho obtenido; o no tomar los propios juicios demasiado en serio, lo que implica, claro, no tomarse a uno mismo demasiado en serio.

Quizá, en este tema, se le plantea a uno, en definitiva, una elección: confiar en las propias fuerzas y las propias ideas o, por el contrario, cultivar la humildad. Amontonar tesoros en la tierra o amontonar tesoros en el cielo.

miércoles, 12 de marzo de 2008

Seguridades

De Plata quemada (1997), de Ricardo Piglia:
«La plata es como la droga, lo fundamental es tenerla, saber que está, ir, tocarla, revisar el ropero, entre la ropa, la bolsa, ver que hay medio kilo, que hay cien mil mangos, quedarse tranquilo. Entonces recién se puede seguir viviendo.» [1]
Drogas ha habido siempre, pero la drogadicción, me parece, es un fenómeno específicamente (o, por lo menos, especialmente) moderno. Supongo que se debe a la sensación de desamparo tan propia de unos tiempos en que caen los valores y principios, la religión como medio de ordenar y orientar. Quizá también ahí se pueden encontrar las causas del consumismo y la obsesión (individual y colectiva) por acumular riquezas. Por dónde irá la solución a esta situación, sólo el Espíritu lo sabe.

En toda adicción se puede observar el deseo de evadirse de una realidad rechazada (o de la que uno se siente rechazado), y la sed provocada por la angustia, y la búsqueda de seguridades. El fragmento de Piglia me ha parecido esclarecedor en cuanto a esto último: el adicto disfruta, ante todo, con la sensación de que tiene lo que cree necesitar, seguramente porque tiene miedo de afrontar el dolor de lo real cara a cara, sin garantías ni seguridades externas.

Todos tenemos nuestras pequeñas adicciones. La mente entera está llena de eso: apegos y aversiones con los que nos identificamos. Resulta inquietante que la sociedad actual esté cada vez más basada en eso. Es una sociedad del deseo, en la que la sed se alienta y alimenta. Y una sociedad así no puede estar compuesta sino de esclavos, por mucho que nos quieran hacer creer que comprando cosas nos realizamos. La realización pasa, desde luego, por otro camino, precisamente el de la desidentificación de todos esos apegos y aversiones. La realización que nos vende la sociedad consumista es esclavitud, mientras que la verdadera realización espiritual es liberación.

Todos buscamos seguridades. Parece mucho más fácil contar con la (ilusoria) sensación de seguridad que dan los caminos ya recorridos, las etiquetas que ponemos a la realidad, los prejuicios, el acervo de la memoria. Lo verdaderamente creativo, enriquecedor, liberador, pasa en cambio por enfrentarse a la realidad sin seguridades, dando pasos de fe, andando con confianza. San Juan de la Cruz propone, frente al entendimiento, la fe; frente a la memoria, la esperanza; frente a la voluntad, la caridad. Es lo que surge en el silencio. Me parece que se trata, en definitiva, de poner la confianza no en uno mismo, no en el yo superficial o pequeño yo, sino en el cielo, en esa instancia profunda que corresponde con el yo real. En el Evangelio, se dice muy claramente:
«No os amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonoaos más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben. Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón.» (Mt 6, 19-21).
[1]: Ricardo Piglia, Plata quemada, Anagrama, Barcelona, 2000, p. 41.