Al comienzo del viaje, la actitud vital de los expedicionarios era la del conquistador: llenos de orgullo, convencidos de su superioridad, toman posesión de tierras que no son suyas y miran al indio con miedo o con desprecio. Buscan oro y tienen detrás la fuerza de un imperio joven y vigoroso. Pero están a las órdenes de un hombre poco reflexivo y su peripecia está marcada, desde el principio, por la insensatez y la improvisación. Todo ello les condujo a la catástrofe, el naufragio y la separación.
Durante ese primer período de la expedición, la actitud de los indios hacia los extraños fue defensiva. Veían el peligro que se les echaba encima. Aquellos hombres venían del este como hijos del Sol, pero pronto hubieron de ser vistos, por los nativos, como vulgares ladrones, gentes guiadas por deseos y aspiraciones de lo más bajo: riquezas, dominio y sometimiento del otro. Una y otra vez, las distintas tribus se comportan con honor y esperan lo mismo de los recién llegados; la respuesta, en cambio, siempre resulta decepcionante. No parece haber diálogo posible. El resultado fue que los españoles encontraron cada vez más resistencia y a menudo fueron acribillados a flechazos. Se van diezmando y, al final, sólo quedan unos pocos, dispersos y condenados a vagar por territorios vastos y desconocidos, a merced de los que consideran salvajes y enemigos.
A partir de entonces, los supervivientes, como se suele decir, las pasaron canutas. Desnudos, hambrientos, enfermos, totalmente indefensos y humillados; algunos cayeron, incluso, en la antropofagia (provocando el horror y la repugnancia de los indios). La actitud del conquistador se tambalea y cae. Ya no tratan con el otro desde una posición de poder. Necesitan ayuda, y, para su sorpresa (y la del lector), la actitud de los indios con que se encuentran cambia por completo. Transcribo a continuación un pasaje que, aunque sea largo, me parece muy significativo y conmovedor:
«Otro día, saliendo el sol, que era la hora que los indios nos avían dicho, vinieron a nosotros como lo avían prometido y nos traxeron mucho pescado y de unas raízes que ellos comen y son como nuezes, algunas mayores o menores; la mayor parte dellas se sacan debaxo del agua y con mucho trabajo. A la tarde bolvieron y nos traxeron más pescado y de las mismas raízes e hizieron venir sus mugeres e hijos para que nos viessen, y ansí se bolvieron ricos de cascaveles y cuentas que les dimos, y otros días nos tornaron a visitar con lo mismo que estotras vezes. Como nosotros víamos que estavamos proveídos de pescado y raízes y de agua y de las otras cosas que pedimos, acordamos de tornarnos a embarcar y seguir nuestro camino, y desenterramos la varca de la arena en que estava metida, y fue menester que nos desnudássemos todos y passássemos gran trabajo para echarla al agua, porque nosotros estávamos tales que otras cosas muy más livianas bastavan para ponernos en él. Y assí, embarcados, a dos tiros de ballesta dentro de la mar, nos dio tal golpe de agua que nos mojó a todos, y como ívamos desnudos y el frío que hazía era muy grande, soltamos los remos de las manos, y a otro golpe que la mar nos dio trastornó la varca; el veedor y otros dos se asieron della para escaparse, mas suscedió muy al revés, que la varca los tomó debaxo y se ahogaron. Como la costa es muy brava, el mar, de un tumbo, echó a todos los otros, embueltos en las olas y medio ahogados, en las costa de la misma isla, sin que faltassen más de los tres que la varca avía tomado debaxo. Los que quedamos escapados, desnudos como nascimos y perdido todo lo que traíamos, y aunque todo valía poco, para entonces valía mucho. Y como entonces era por Noviembre y el frío muy grande y nosotros tales que con poca difficultad nos podían contar los huessos, estávamos hechos propria figura de muerte. De mi sé dezir que desde el mes de Mayo passado yo no avía comido otra cosa sino maíz tostado, y algunas vezes me vi en necessidad de comerlo crudo, porque aunque se mataron los cavallos entre tanto que las varcas se hazían, yo nunca pude comer dellos y no fueron diez vezes las que comí pescado. Esto digo por escusar razones, porque pueda cada uno ver qué tales estaríamos. Y sobre todo lo dicho avía sobrevenido viento Norte, de suerte que más estávamos cerca de la muerte que de la vida; plugo a Nuestro Señor que, buscando los tizones del fuego que allí avíamos hecho, hallamos lumbre con que hezimos grandes fuegos, y ansí estuvimos pidiendo a Nuestro Señor misericordia y perdón de nuestros pecados, derramando muchas lágrimas, aviendo cada uno lástima, no sólo de sí, mas de todos los otros que en el mismo estado vían. Y a hora de puesto el sol, los indios creyendo que no nos avíamos ido, nos bolvieron a buscar y a traernos de comer, mas cuando ellos nos vieron ansí, en tan diferente hábito del primero y en manera tan estraña, espantáronse tanto que se bolvieron atrás. Yo salí a ellos y llamélos y vinieron muy espantados; hízelos entender por señas cómo se nos avía hundido una varca y se avían ahogado tres de nosotros, y allí en su presencia ellos mismos vieron dos muertos y los que quedávamos ívamos aquel camino. Los indios, de ver el desastre que nos avía venido y el desastre en que estávamos con tanto desventura y miseria, se sentaron entre nosotros y con el gran dolor y lástima que ovieron de vernos en tanta fortuna, començaron todos a llorar rezio y tan de verdad que lexos de allí se podía oír, y esto les duró mas de media hora y cierto, ver que estos hombres tan sin razón y tan crudos, a manera de brutos, se dolían tanto de nosotros, hizo que en mi y en otros de la compañía cresciesse más la passión y la consideración de nuestra desdicha. Sossegado ya este llanto yo pregunté a los christianos y dixe que, si a ellos parescía, rogaría a aquellos indios que nos llevassen a sus casas, y algunos dellos, que avían estado en la Nueva España, respondieron que no se devía hablar en ello, porque si a sus casas nos llevavan nos sacrificarían a sus ídolos; mas visto que otro remedio no avía y que por qualquier otro camino estava más cerca y más cierta la muerte, no curé de lo que dezían, antes rogué a los indios que nos llevassen a sus casas, y ellos mostraron que avían gran plazer dello y que esperássemos un poco, que ellos harían lo que queríamos, y luego treinta dellos se cargaron de leña y se fueron a sus casas, que estavan lexos de allí, y quedamos con los otros hasta cerca de la noche, que nos tomaron y, llevándonos asidos y con mucha priessa fuimos a sus casas, y por el gran frío que hazía, y temiendo que en el camino alguno no muriesse o desmayasse, proveyeron que oviesse cuatro o cinco fuegos muy grandes puestos a trechos, y en cada uno dellos nos escalentavan y, desque vían que avíamos tomado alguna fuerça y calor, nos llevavan hasta el otro, tan apriessa que casi los pies no nos dejavan poner en el suelo, y desta manera fuimos hasta sus casas, donde hallamos que tenían hecha una casa para nosotros y muchos fuegos en ella, y desde a una hora que avíamos llegado començaron a bailar y hazer grande fiesta (que duró toda la noche), aunque para nosotros no avía plazer, fiesta, ni sueño, esperando cuando nos avíaan de sacrificar, y a la mañana nos tornaron a dar pescado y raízes y hazer tan buen tratamiento que nos asseguramos algo y perdimos algo el miedo del sacrificio.»[1]Como se ve, Alvar Núñez y sus compañeros descubrieron, una vez humillados y perdido todo poder, que el otro no era un ser tan salvaje como ellos pensaban, sino que era capaz de sentir una intensa compasión por la desgracia ajena y ayudar sin pedir nada a cambio. A partir de este momento, cuando el libro va dando relación de otras tribus con las que el protagonista se fue encontrando en su peregrinaje, la mirada es más lúcida y se fija en su humanidad y sus costumbres, muchas de las cuales se basan en la dinámica del amor y el desprendimiento. Es también a partir de entonces cuando se empezarán a manifestar las curaciones milagrosas de las que hablábamos en la entrada "Los milagros de Alvar Núñez". Cabeza de Vaca y los otros no son ya los conquistadores buscadores de oro del principio –aunque, claro, conservan buena parte de los prejuicios inherentes a su mentalidad y en cuanto puedan asumirán la autoridad, que, por otro lado, se ganan por su buen trato–, sino, en cierto modo, peregrinos en diálogo y convivencia con los indios.
Cuando los supervivientes llegan por fin a tierras cristianas, después de varios años de penalidades, se encontrarán con un panorama muy diferente: los españoles conquistan, expropian, oprimen y esclavizan a los nativos. Alvar Núñez hizo lo que pudo para arreglar las cosas. Ya que las leyes prohibían esclavizar a gentes cristianas, se esforzó por ensayar una especie de evangelización rápida (que, por otro lado, fue fácilmente asimilada según cuenta) para que, cuando llegaran los españoles más crueles, se encontraran impotentes para llevar a cabo sus pillajes. Aprovechará el texto y su posición para, adaptándose a las circunstancias de la época, indicar al emperador que "estas gentes todas para ser atraídos a ser christianos y a obediencia de la Imperial Magestad han de ser llevados con buen tratamiento, y que éste es camino muy cierto, y otro no"[2]. Es, hay que admitirlo, otra forma de dominio y conquista, pero ahora con una perspectiva más abierta y compasiva, más humana, aunque hoy la veamos, sin duda, como una actitud imperialista. Si la tormenta es inevitable, es mejor procurar que cause los menores daños posibles, y en este sentido, teniendo en cuenta que hay que tener cuidado de no extrapolar la visión actual al pasado y que se deben tener en cuenta las circunstancias históricas y la mentalidad de la época, me parece que el empeño de Alvar Núñez fue loable dentro de la circunstancia temporal que le tocó vivir.
Creo que Alvar Núñez, en su peripecia repleta de desventuras, experimentó una transformación que le permitió tener un punto de vista raro en aquellos tiempos. Habiendo recibido la compasión de los que anteriormente considerara enemigos e inferiores, supo devolverla en la medida de sus posibilidades y de su mentalidad. Más tarde, cuando fue elegido gobernador del Río de la Plata, se ganó la enemistad de muchos por su política indigenista, volviendo encadenado a España y sufriendo un largo proceso judicial que le dejó vencido y hundido en la miseria. Según algunos, acabó sus días con el hábito de monje en un convento de Sevilla.
[1]: Alvar Núñez Cabeza de Vaca, Naufragios, Alianza, Madrid, 2005, pp. 100-102.
[2]: Op. cit., p. 160.
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