«Julius y Vilma asistían al desayuno de Susan. La cosa empezaba con la llegada del mayordomo-tesorero trayendo, sin el menor tintineo, la tacita con el café negro hirviendo, el vaso de cristal con el jugo de naranjas, el azucarerito y la cucharita de plata, la cafetera también de plata, por si acaso la señora lo desee más cargado, las tostadas, la mantequilla holandesa y la mermelada inglesa. No bien arrancaban los soniditos del desayuno, el de la mermelada untada, el de la cucharilla removiendo el azúcar, el golpecito de la tacita contra el platito, el bocado de tostada crocante, no bien sonaban todos esos detalles, una atmósfera tierna se apoderaba de la habitación, como si los primeros ruidos de la mañana hubieran despertado en ellos infinitas posibilidades de cariño. A Julius le costaba trabajo quedarse tranquilo, Vilma y Celso sonreían, Susan desayunaba observada, admirada, adorada, parecía saber todo lo que podía desencadenar con sus soniditos. De rato en rato alzaba la cara y los miraba sonriente, como preguntándoles: "¿Más soniditos? ¿Jugamos a los golpecitos?"»Alfredo Bryce Echenique, Un mundo para Julius (1970).
Bien, hay ahí quizás algo para hablar de Susan, tan interesante, siempre arropada y sin embargo tan necesitada, siempre mendigando amor, tan frágil. Acaba resultando de verdad encantadora, pero no por tanto darling ni por echarse hacia atrás el mechón, sino por su amorosa mirada maternal, que sobrevive a pesar de los pesares, de Juan Lucas y de la vida que, pese a haberla tratado tan bien, la ha tratado tan mal. Sólo en esos momentos, cuando es madre en contacto con su hijo, parece encontrar sentido a su vida, aunque no sea consciente; sólo entonces es feliz y brilla de verdad.
Me llamó la atención, sin embargo, aquello de los soniditos y los golpecitos del desayuno, casi un ritual, un juego, en realidad muy natural, seguramente no del todo intencionado. El punto de vista parece ser (o a mí me lo parece, vaya) el de un niño de mirada inocente: en sus oídos despiertos, la vida cotidiana vivida como música. Claro que sí. Lo de todos los días como juego, pero como un juego vivido con entrega total, con olvido de uno mismo, como los niños. Así ha de ser, imagino, en una mirada inocente (o en la amorosa de la madre). Y los soniditos y los golpecitos del desayuno, música celestial, la improvisación suprema de la vida sin la esclavitud del ritmo intencionado.
Ocurrencias sólo quizás, bien. Pero ahí están: los detalles de todos los días, capaces de despertar infinitas posibilidades de cariño, atmósferas de ternura, sonrisas y amor. Es verdad. Y aún hay más, seguro, más allá de lo sentimental, en sus hábiles tintineos. ¿Por qué no les prestamos atención? Detalles y, sin embargo, tan de agradecer, uno por uno.
Hola Daniel: yo recuerdo el sonido del picaporte de la puerta de mi casa cuando llegaba el lechero, en las mañanas de mis 6 ó 7 años. Y también el escándalo de vencejos cuando madrugábamos mucho para coger uno de los primeros trenes (ejm! de vapor) y subir al pueblo de mis abuelos. Hay quien dice que es un recuerdo fabricado, y ya no estoy segura porque he perdido oído a pasos agigantados, pero creo que los sonidos que se oyen con oídos inocentes son los que más perduran.
ResponderEliminarGracias, Mujerárbol. Yo también tengo recuerdos antiguos de ese tipo, y hay quien dice que son fabricados, cosa que no me creo.
ResponderEliminarHabrá que recuperar la inocencia, me digo, "hacerse como niños", para volver a captar esa belleza de la que ahora pasamos de largo.