domingo, 10 de febrero de 2008

Libertad para amar

Decía el cura en la homilía de hoy:
«En estos tiempos se confunde el libre albedrío con la libertad. El libre albedrío es la capacidad de optar. La libertad es la capacidad de hacer el bien sin trabas.»
Busco la palabra –cosas de la educación filológica, supongo– en el DRAE y compruebo que libertad es una de esas que –como amor– refleja una gran diversidad de significados, seguramente superpuestos unos sobre otros a lo largo de siglos de cambios en la mentalidad, la literatura, el pensamiento y la sociedad. Así, se dice que es, en primer lugar, la "facultad natural que tiene el hombre de obrar de una manera o de otra, y de no obrar, por lo que es responsable de sus actos". Eso es, como decía el sacerdote, el libre albedrío. Otras acepciones son la "falta de sujeción y subordinación" o la "facultad que se disfruta en las naciones bien gobernadas de hacer y decir cuanto no se oponga a las leyes ni a las buenas costumbres", pero también, curiosamente, la "contravención desenfrenada de las leyes y buenas costumbres", entre otras. Y se hace también mención de otras libertades, como la de conciencia, la de pensamiento y, una de las favoritas de la sociedad actual, la libertad de comercio. Pero hay dos que se acercan bastante a la definición con que empezábamos: el "estado de quien no está preso" y la libertad del espíritu: "dominio o señorío del ánimo sobre las pasiones".

Quedémonos con estas últimas y ensayemos una definición negativa con ellas. La libertad sería el estado de quien no está preso por las pasiones. Pasiones como la ira, la codicia, el orgullo. Si consideramos ahora, como decía el sacerdote, que la libertad es "la capacidad de hacer el bien sin trabas" (una definición positiva), se deduce que lo que hay, surge y se manifiesta en el estado de quien no es esclavo es, precisamente, hacer el bien. Este hacer el bien surge de manera natural cuando no hay obstáculos, así que no se trata tanto de un esfuerzo virtuoso como de dejar que se manifieste lo que hay en el fondo (en el hondón del alma). Es, en una palabra, amar. El amor no es, pues, como las pasiones, algo que se pueda añadir a la condición de una persona; el amor es lo natural. Y la libertad es, bien entendida en un sentido profundo, libertad para amar.

¿Cómo se puede entender que la libertad sea para amar y no también, por ejemplo, para odiar o desear? Porque, por ser consecuentes en este juego de palabras y conceptos, eso sería más bien el libre albedrío, que faculta para optar entre el amor –lo natural– y todo el elenco de las pasiones humanas; entre la Voluntad de Dios y la voluntad del hombre. Somos, desde la caída, desde que empezamos a discernir, separar y juzgar, libres para elegir la auténtica orientación del corazón o, como en la parábola del hijo pródigo, aquello que despierta y atrapa nuestros deseos, gustos y rechazos, alejándonos del Padre. Nos ama tanto, es un amor el suyo tan sin condiciones ni reservas, que nos permite marcharnos de casa y, claro, retornar.

Retornar a casa es volver a situarse ahí donde las pasiones pierden todo poder y decir, con la Virgen, "he aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra". Decir "hágase", aceptar y consentir la realidad, es restituir cada cosa a su lugar natural y original; es librarse de la esclavitud del ego, liberarse de todo condicionamiento por el conocimiento de la Verdad. Con otros lenguajes, con otras palabras, todas las tradiciones de sabiduría apuntan a esta libertad o liberación, y lo que surge en tal estado es, en todas partes y en todo tiempo, amor. El amor que surge en una libertad tal es el amor de Dios, sin condiciones ni expectativas, porque estamos hechos "a su imagen y semejanza".

En relación con el Evangelio de hoy, las tentaciones del desierto apuntan, creo, a esas pasiones que intentan esclavizar, separar, obstaculizar, oscurecer. El tentador aparece cuando aparece el hambre, que creo que se puede relacionar con el concepto budista de deseo. La segunda Noble Verdad del Buda dice: "el deseo es la causa del sufrimiento". El deseo, el hambre, la tentación del poder, la búsqueda de seguridades mundanas, sólo pueden ser superados mediante la vinculación con la Voluntad del Padre o, dicho con palabras budistas, el despertar a la naturaleza esencial. El resultado es, en Oriente y en Occidente, la suprema libertad que permite, por fin y sin obstáculos, amar.

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