lunes, 28 de mayo de 2007

Los milagros superfluos de Shahrazad y el dejarse vivir

Cuenta Borges en "El Sur":
«Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de las Mil y una noches, de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre.»
Unas tres páginas más tarde en la edición de Ficciones en Alianza, tras una dolorosa convalecencia y quién sabe qué artificios y espejismos borgianos, el sujeto viaja al Sur.
«A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de las Mil y una noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.

A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.»
La desdicha del pobre Dahlmann –el accidente– fue efecto de la avidez: el deseo de leer, en concreto las Mil y una noches con sus mil y un artificios (¿de evasión de la realidad?). Identifica el mal con aquella mala pasada que le jugó la sed, pero no odia el libro; lo lleva consigo. En contacto con la mañana, sin embargo, los milagros de Shahrazad no son nada al lado del simple dejarse vivir. Dahlmann desvía la mirada del objeto de su deseo: la lectura, el saber. Saborea en cambio el paisaje, la mañana, el hecho de ser; se abandona. En la felicidad, todo artificio resulta superfluo.

Estas ficciones de Shahrazad, que distraen de lo real; esta avidez de leer, que provoca enfermedad como todo dejarse llevar por la sed de cosas exteriores, me recuerdan a un aviso de San Pedro de Alcántara (leído en Esperando nacer) cuya lectura –creo– no ha de ser sólo moral, al menos para ver alguna relación con el texto de Borges. Dice así:
«Contra la tentación del demasiado apetito de saber y estudiar, el primer remedio es considerar cuánto más excelente es la virtud que la ciencia, y cuánto más excelente la sabiduría divina que la humana, para que por aquí vea el hombre cuánto más se debe ocupar en los ejercicios por do se alcanza la una que la otra. Tenga la gloria de la sabiduría del mundo, las grandezas que quisiere, que al fin se acaba esta gloria con la vida. Pues, ¿qué cosa puede ser más miserable que adquirir con tanto trabajo lo que tampoco se ha de gozar? Todo lo que aquí puedes saber es nada. Y si te ejercitares en el amor a Dios, presto le irás a ver, y en él verás todas las cosas. "Y el día del juicio no nos preguntarán qué leímos, sino qué hicimos; ni cuán bien hablamos o predicamos, sino cuán bien obramos".»
La sabiduría divina y la raíz de ese obrar tienen algo que ver, me parece, con un cierto dejarse vivir, por otro o desde otra instancia. Acaso no muy lejos del abandono puntual de Dahlmann al hecho de ser.

jueves, 10 de mayo de 2007

Y en la tristeza...

«Y en la tristeza y desolación del pueblo, mientras cantan las mujeres en el templo, los pajarillos no cesan de piar en las arboledas, ni el canto de las currucas deja de oírse en las ramas secas de los naranjos.»
Mariano Azuela, Los de abajo.

Un párrafo de ésos que a uno se le presentan como un enigma escondido. Tiene algo, piensa uno, y no sé qué. En medio de la tristeza y la desolación, armonía. Cantan las mujeres en el templo y hay un canto, natural, que no cesa, que estaba ya antes de la tristeza, la desolación y las mujeres en el templo. Hay una música que trasciende lo humano y, sin embargo, toda esa pobreza humana ocupa su lugar en ella. Acaso un lugar especial, se podría pensar, o simplemente el lugar que le corresponde: ahí junto a los pajarillos, las currucas, las ramas secas. Y acaso no un lugar sino la obra toda, y el piar incesante en la pobreza. Y, como dijo la santa, todo está bien. Continúa el canto misterioso, que nunca deja de oírse porque siempre está, también ahí o justo ahí, entonces, en la tristeza.