«Pero esta obra es fecha so emienda de aquellos que la quesieren emendar. E çertas deuenlo fazer los que quisieren e la sopieren emendar sy quier; porque dize la escriptura: "Qui sotilmente la cosa fecha emienda, mas de loar es que el que primeramente la fallo." E otrosy mucho deue plazer a quien la cosa comiença a fazer que la emienden todos cuantos la quesieren emendar e sopieren; ca quanto mas es la cosa emendada, tanto mas es loada. E non se deue ninguno esforçar en su solo entendimiento nin creer que todo se puede acordar; ca auer todas las cosas en memoria e non pecar nin errar en ninguna cosa, mas es esto de Dios que non de ome. E porende deuemos creer que todo ome a complido saber de Dios solo e non de otro ninguno. Ca por razon de la mengua de la memoria del ome fueron puestas estas cosas a esta obra, en la qual ay muy buenos enxiemplos para se saber guardar ome de yerro, sy bien quisiere beuir e vsar dellas; e ay otras razones muchas de solas en que puede ome tomar plazer.»
Del Libro del Caballero Zifar, ed. de Cristina González en Cátedra, Madrid, 2001, p. 71.
Este pasaje del prólogo del Zifar es un ejemplo perfecto de la actitud medieval ante la autoría y la transmisión de las obras literarias. Dice el autor que esta obra (no su obra) puede ser cambiada y retocada por aquellos que quieran y sepan. No sólo pueden sino que deben hacerlo, precisa, y se apoya en la autoridad de las escrituras sagradas, que son aquellas que han surgido de la inspiración del Espíritu, es decir no de un yo particular sino desde una instancia más profunda y universal. Quien está escribiendo el prólogo es consciente de que las palabras no son suyas; las palabras, esos dedos que apuntan a la luna, le han sido dadas y él las transmite a otros con desapego, pues no puede ser acaparado como una propiedad lo que a uno se le ha dado. Continúa diciendo que a quien comienza una obra, mucho le debe placer que otros la mejoren.
¡Qué lejos está esa actitud del concepto moderno de propiedad intelectual! Nosotros los modernos, que miramos con desdén a los hombres que nos precedieron, ponemos copyright a las palabras y decimos: "lo que yo hago, mío es, y cuídese nadie de tocarlo o citarlo sin mi permiso, y mi derecho es que se me pague por el uso de lo mío". Nos hemos apropiado de las palabras como si fueran creación nuestra, como si nuestra capacidad de combinarlas para dar lugar a obras de arte no nos hubiera sido dada misteriosa y gratuitamente. "Lo que se os ha dado gratis, dadlo gratis", dice el Evangelio, y lo dice en consonancia con la naturaleza real de las cosas: ¿acaso algún ser que viva armónicamente en el mundo acapara cosas para sí?
Y es que las palabras, como continúa en el texto del Zifar el autor del prólogo, sirven para ayudar a los hombres, para que, en la oscuridad de su memoria perdida (la memoria de quién es el ser humano en realidad), cuenten con pistas que les indiquen: en qué dirección ir para vivir bien, para liberarse de la esclavitud del ego y para despertar a su realidad más profunda. Y no sólo por eso, vaya, sino para tomar placer, porque el arte es placentero y está bien que así sea.
La actitud del autor del Zifar es la de alguien que tiene en cuenta la función verdadera del arte y de la palabra. La de los modernos, en cambio, es la actitud del mercader, o la de alguien cuyo entendimiento está velado por valores contrarios a la naturaleza real: los valores del capital y del egoísmo. En la Edad Media, la actitud adecuada venía dada por la tradición; a nosotros, en cambio, nos toca hacernos conscientes.