jueves, 26 de julio de 2007

Acedia



«Los cenobitas de la Tebaida se hallaban sometidos a los asaltos de muchos demonios. La mayor parte de esos espíritus malignos aparecía furtivamente a la llegada de la noche. Pero había uno, un enemigo de mortal sutileza, que se paseaba sin temor a la luz del día. Los santos del desierto lo llamaban daemon meridianus, pues su hora favorita de visita era bajo el sol ardiente. Yacía a la espera de que aquellos monjes se hastiaran de trabajar bajo el calor opresivo, aprovechando un momento de flaqueza para forzar la entrada a sus corazones. Y una vez instalado dentro, ¡qué estragos cometía!, pues de repente a la pobre víctima el día le resultaba intolerablemente largo y la vida desoladoramente vacía. Iba a la puerta de su celda, miraba el sol en lo alto y se preguntaba si un nuevo Josué había detenido el astro a la mitad de su curso celeste. Regresaba entonces a la sombra y se preguntaba por qué razón él estaba metido en una celda y si la existencia tenía algún sentido. Volvía entonces a mirar el sol, hallándolo indiscutiblemente estacionario, mientras que la hora de la merienda común se le antojaba más remota que nunca. Volvía entonces a sus meditaciones para hundirse, entre el disgusto y la fatiga, en las negras profundidades de la desesperación y el consternado descreimiento. Cuando tal cosa ocurría el demonio sonreía y podía marcharse ya, a sabiendas de que había logrado una buena faena mañanera.»
Aldous Huxley, On the Margin, 1923. [Fuente. Vía Efímera.]

Este demonio fue conocido, en la Edad Media, con el nombre de acedia; se la consideraba uno de los ocho vicios capitales que subyugan al hombre. Chaucer dice de ella que «hace al hombre aletargado, pensaroso y grave»; «retarda y pone inerte», incapacitando para la acción. Así que, puesto que la vida es un fluir, este demonio paraliza aquello que debería fluir libremente, quizá precisamente para evitar la libertad del ser humano, para apartarle de su ser profundo. La acedia lleva a su víctima por el camino de la desesperanza, alejándola de la raíz de la que surge la vida y la verdadera libertad. Genera la ociosidad, la morosidad, la frialdad, la tristitia, de la que San Pablo dice que mata al hombre.

Con el correr de los tiempos, la acedia pasó de ser considerada un pecado a ser vista como una enfermedad. Pero, en un determinado momento, algo cambió. Dice Huxley:

«Aquel "pecado de la aflicción mundana, llamado tristitia" se volvió una virtud literaria, una moda espiritual. Los apóstoles de la melancolía unieron al unísono sus débiles cornamusas, y los Hombres Sensibles se echaron a llorar. Vino entonces el siglo XIX y el romanticismo, y con ellos el triunfo del demonio del mediodía. La acedia en su forma más complicada y mortífera –una mezcla de hastío, tristeza y desesperación– era ahora motivo de inspiración de los mayores poetas y novelistas, cosa que sigue siendo a la fecha. Los románticos denominaron este horrible fenómeno como mal du siècle. El nombre era lo de menos; lo que nombraba seguía siendo lo mismo.»

Esta emoción tiene una relación muy estrecha con cierto deseo de hallarse en otra situación distinta a aquella en la que de hecho uno se encuentra, de estar «en algún lugar fuera de este mundo». Es, pues, un descontento con la realidad, un negarse a aceptar las cosas tal como son, un rechazo de lo que a uno le acontece. Este fenómeno, que hace infelices a los hombres, es conocido sin duda por las tradiciones de sabiduría de la humanidad con diversos nombres y desde tiempos remotos. Pero ¿cómo este demonio acaba enseñoreándose de toda una cultura? Para Huxley, la causa está en la desilusión. El fracaso de la revolución francesa (y de todas las que le sucedieron, aun después de Huxley), las guerras del siglo XX, la devastación de la naturaleza por la industrialización; en suma, la progresiva deshumanización que aún nosotros, nietos del romanticismo, vivimos; todo ello ha convertido a la acedia en «un estado mental que el destino nos ha impuesto». Esto es especialmente evidente en algunas poses modernas (la tristeza es cool), pero como tal estado mental, resulta, de algún modo, contagioso. O, más bien, sucede quizá que, ya que todos estamos profundamente interconectados, sencillamente compartimos lo que hay.
Desde el punto de vista de un hombre medieval, pues, el mundo actual resultaría sobrecogedor. Y, aunque hoy ya no se habla de demonios, la constatación del hecho de que emociones destructivas (que antaño y en todas partes fueron consideradas cadenas para la libertad del ser humano) impregnan hoy el ambiente de una cultura cada vez más global, debería preocuparnos de igual modo desde un punto de vista religioso, científico, filosófico o simplemente humano.

Hace algunas semanas, Hernán de Esperando nacer citaba a Chesterton en su anotación "Canto y trabajo". El escritor inglés se preguntaba por qué, si las labores antiguas han estado siempre tan acompañadas de música, no se canta en cambio en los trabajos de la era moderna. «Al parecer, hay algo indefinible en la misma atmósfera de la sociedad en que vivimos que hace muy difícil cantar en un banco». ¿Será la acedia? A Hernán, la causa le parecía «una tristeza general, hija de un inconformismo estéril, una ingratitud y un enfurruñamiento cósmico propio de este tiempo y de estos niños malcriados que somos». Con lo cual, creo, concuerda todo lo dicho hasta aquí.

«Estad siempre alegres», recomienda San Pablo. Lo mismo en todas las tradiciones de sabiduría, puesto que la alegría es el estado natural del hombre, que se ve sólo enturbiado por el apego y el rechazo. Pero esta alegría no tiene nada que ver, por cierto, con el hedonismo de hoy, esa falsa alegría que ve en el carpe diem lo contrario de lo que significa. San Pablo, en efecto, continúa: «Orad constantemente. En todo dad gracias, pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de vosotros». Aquello que nos hace ser lo que somos, que el cristianismo llama Espíritu y en otras latitudes es nombrado con otros nombres, es también un espíritu de alegría, que impele a cantar y a hacer música, la cual es la armonía de los diversos componentes del ser humano. («El alma es una sinfonía», decía Santa Hildegarda de Bingen, y esto arroja, quizá, alguna luz sobre el problema de la influencia de la música.) Tal vez por ello los pueblos que aún no llevaban la carga que nosotros llevamos cantaban con naturalidad en toda ocasión. Y no solían ser canciones tristes, por cierto. Uno de los aspectos más llamativos de la obra de Tolkien es que sus personajes suelen cantar en situaciones a veces chocantes. Los elfos, seres más cercanos al origen que los hombres, cantan y sonríen con gran facilidad. La acedia está lejos de ellos, así como de los héroes de los poemas tradicionales; en épocas míticas los demonios asumían por lo general formas horribles, reconocibles, y eran combatidos.
Hoy las sonrisas, las canciones, los brincos de gozo, tan naturales en los niños, afloran con dificultad. La acedia ha calado hondo en los adultos posmodernos, y se hace más urgente que nunca tomar conciencia de esa alegría profunda e inocente que mana con naturalidad como de una fuente escondida.

[Imagen: "It burns my skin", de Selwyn Storer.]

La meditación del coronel

«Con su terrible sentido práctico, ella no podía entender el negocio del coronel, que cambiaba los pescaditos por monedas de oro, y luego convertía las monedas de oro en pescaditos, y así sucesivamente, de modo que tenía que trabajar cada vez más a medida que más vendía, para satisfacer un círculo vicioso exasperante. En verdad, lo que le interesaba a él no era el negocio sino el trabajo. Le hacía falta tanta concentración para engarzar escamas, incrustar minúsculos rubíes en los ojos, laminar agallas y montar timones, que no le quedaba un solo vacío para llenarlo con la desilusión de la guerra. Tan absorbente era la atención que le exigía el preciosismo de su artesanía, que en poco tiempo envejeció más que en todos los años de guerra, y la posición le torció la espina dorsal y la milimetría le desgastó la vista, pero la concentración implacable lo premió con la paz del espíritu. La última vez que se le vio atender algún asunto relacionado con la guerra fue cuando un grupo de veteranos de ambos partidos solicitó su apoyo para la aprobación de las pensiones vitalicias, siempre prometidas y siempre en el punto de partida. "Olvídense de eso", les dijo él". "Ya ven que yo rechacé mi pensión para quitarme la tortura de estarla esperando hasta la muerte".»

Gabriel García Márquez, Cien años de soledad.