sábado, 31 de marzo de 2007

Árboles trasnochadores


Augusto Pérez, personaje de la novela (o nivola) Niebla, de Miguel de Unamuno, contempla los árboles de la plazuela de su barrio. Y piensa:
«Y estos pobres árboles, ¿son ellos? Se les cae la hoja antes, mucho antes que a sus hermanos del monte, y se quedan en esqueleto, y estos esqueletos proyectan su recortada sombra sobre los empedrados al resplandor de los reverberos de luz eléctrica. ¡Un árbol iluminado por la luz eléctrica! ¡qué extraña, qué fantástica apariencia la de su copa en primavera cuando el arco voltaico ese le da aquella apariencia metálica! ¡y aquí que las brisas no los mecen...! ¡Pobres árboles que no pueden gozar de una de esas negras noches del campo, de esas noches sin luna, con su manto de estrellas palpitantes! Parece que al plantar a cada uno de estos árboles en este sitio les ha dicho el hombre: "¡tú no eres tú!" y para que no lo olviden le han dado esa iluminación nocturna por luz eléctrica... para que no se duerman... ¡pobres árboles trasnochadores! ¡No, no, conmigo no se juega como con vosotros!»*
Augusto proyecta en los árboles sus propias angustias existenciales pero, al mismo tiempo, su pensamiento parece imbuido de una compasión sincera ante los seres vivos que tiene enfrente. Probablemente, el amor y el dolor que ha experimentado le han abierto el corazón, y es capaz de ver la vida ya no sólo en él, sino en los otros; incluso, en este momento, en los árboles.

Pobres árboles, «domésticos, urbanos, en correcta formación, que recibían riego a horas fijas, cuando no llovía, por una reguera y que extendían sus raíces bajo el enlosado de la plaza; aquellos árboles presos que esperaban ver salir y ponerse el sol sobre los tejados de las casas; aquellos árboles enjaulados, que tal vez añoraban la remota selva...»

Y a uno se le ocurre preguntarse: ¿qué diría ante esto Bárbol, el viejo Fangorn, pastor de árboles en la novela de Tolkien? «Nadie está enteramente de mi lado», dijo. Y esto es tan verdad hoy como en aquel tiempo remoto –atemporal–, si no más. Si ya en aquellas páginas se quejaba de la destrucción de los bosques por la mano del hombre, hoy clamaría al cielo gritando una vez más –y nosotros haríamos bien en acompañarle–: «Muchos de estos árboles eran mis amigos, criaturas que conocía en la nuez o en el grano; muchos tenían voces propias que se han perdido para siempre. Y ahora hay claros de tocones y zarzas donde antes había avenidas pobladas de cantos. He sido perezoso. He descuidado las cosas. ¡Esto tiene que terminar!»**

Tomar conciencia real de haber descuidado las cosas sería cobrar conciencia de la responsabilidad cósmica del ser humano, tan inseparable de su libertad como las dos caras de una moneda. La auténtica libertad de la que brota el ser humano –libertad para amar– conlleva cuidar de las cosas que se nos han dado. Sólo desde ahí es posible entender justamente, creo, las palabras del Génesis: «Dijo Dios: "Ved que os he dado toda hierba de semilla que existe sobre la faz de toda la tierra, así como todo árbol que lleva fruto de semilla; os servirá de alimento.» (Gn 1, 29). Cuando al ser verdaderamente libre se le da, su reacción no pasa por poseer, dominar, agotar. No desde la libertad, no desde la humanidad.

Pero volviendo a la novela de Unamuno y al particular ser y estar de los árboles urbanos, sería bueno quizá mirar la escena desde otra perspectiva, pues no todos los ojos los miran con dolor. «Era la plaza un remanso de quietud donde siempre jugaban algunos niños, pues no circulaban por allí tranvías ni apenas coches, e iban algunos ancianos a tomar el sol en las tardecitas dulces del otoño, cuando las hojas de la docena de castaños de Indias que allí vivían recluidos, después de haber temblado al cierzo, rodaban por el enlosado o cubrían los asientos de aquellos bancos de madera siempre pintada de verde, del color de la hoja fresca. (...) Y jugaban los niños entre las hojas secas, jugaban acaso a recojerlas, sin darse cuenta del encendido ocaso.»

Los árboles, con su presencia en la ciudad, nos dan alegría, belleza, vida. Muchas veces, en nuestra vida diaria, nos beneficiamos de su influjo; lo sentimos sobre todo en primavera, cuando el florecer exultante nos invita a sonreír. ¿Damos las gracias por este don? Ahí están ellos, domesticados, trasnochadores, iluminados de noche por nuestra luz artificial. Pero, sí, vigilantes, amorosos, pues no retienen nada de sí mismos. Todo lo dan. Son, en este sentido, ejemplares. Thich Nhat Hanh lo dice de maravilla:
«El hecho de que un árbol es un árbol es muy importante para nosotros. Nos beneficiamos un montón de que el árbol es árbol. De la misma manera, una persona debería ser una persona. Si una persona es verdaderamente persona, viviendo feliz, sonriente, entonces todos nosotros, todo el mundo, se beneficiará de esta persona. Una persona no tiene que hacer un montón de cosas para salvar el mundo. Una persona ha de ser una persona. Esto es el fundamento de la paz.»
Tal vez sólo desde la paz así entendida sea posible volver a decir a los árboles –por utilizar las palabras de Augusto Pérez–: "tú eres tú"; o simplemente restablecer una relación de respeto con las cosas que están a nuestro cuidado. Quizá también por eso Tolkien dijo de Bárbol que, tras su determinación de asumir su responsabilidad, «Fue a grandes pasos hacia la arcada y se detuvo un tiempo bajo la llovizna del manantial. Luego se rió y se sacudió y unas gotas de agua cayeron al suelo centelleando como chispas rojas y verdes. Volvió, se tendió de nuevo en la cama y guardó silencio.»

[*]: Niebla, de Miguel de Unamuno. Cito fragmentos del cap. XIX.
[**]: Las Dos Torres, segunda parte de El Señor de los Anillos, de J. R. R. Tolkien. Citas del cap. IV.
[Imagen: "Fangorn Forest", de Ted Nasmith.]

1 comentario:

  1. Comentarios al post en su anterior ubicación:


    Autor: Ireth

    Creo que el eterno handicap de los árboles (y otras plantas) es que no pueden desplazarse porque tienen sus raíces hincadas en la tierra. En el caso de los árboles se suma su gran longevidad por lo que es fácil establecer la metáfora de que son testigos de nuestras historias. Me da ahora por pensar que en ciertos géneros del cine o la literatura los árboles se vivifican y desplazan (como en el caso de El señor de los anillos de Tolkien) y, sin embargo, las mutaciones de los hombres son en sentido contrario: se petrifican o incluso se metamorfosean en árboles como es el caso de Dafne, es decir, se inmovilizan. No sé, lanzo esta idea al aire. El juego de árbol-hombre es muy antiguo.

    Niebla es uno de esos libros de mi altar que tendré que refrescar cuando pueda porque ya hace años que lo leí. Por fin he encontrado el pasaje de Tolkien sobre Bárbol que buscaba en el que se esconde algo que va mucho más de los árboles y tiene que ver con lo humano, la muerte, la resignación y la lucha:

    “Algunos de los nuestros son todavía verdaderos ents y andan bastante animados a nuestra manera, pero muchos otros parecen soñolientos, se está poniendo arbóreos, podría decirse. La mayoría de los árboles son sólo árboles, por supuesto; pero muchos están medio despiertos. Algunos han despertado del todo y otros pocos, bien, ah, bien, están volviéndose entescos”. Tolkien, El señor de los anillos, Cículo de Lectores, Barcelona: 1977, p.481.

    Árboles vivientes, quién sabe, para Bárbol los hobbits eran “raíces y brotes muy raros”.

    Fecha: 05/04/2007 17:32.


    Autor: Daniel

    El fragmento de Tolkien que citas me parece sumamente evocador si sustituimos lo "entesco" por lo genuinamente humano y nos aplicamos el cuento.

    Por otra parte, en lo de las metamorfosis hombre-árbol ha de haber un simbolismo profundo, creo.

    Un beso y ánimo con esos trabajos y cosas que seguro también a ti te ocupan estos días.

    Fecha: 12/04/2007 03:34.

    ResponderEliminar